Para entender su proceso de creación
(Prólogo a la Primera edición del Catálogo del Artista Ascensión al Himalaya Interior (1987-2009) publicado en La Habana, 2009.)
Todo creador es frecuentado por un estereotipo que funda a su vez un mito. Ni los más cambiantes, Picasso o Picabia, lograron trascender la marca en la piel que aspira a denotar el rostro. No hay manera de escapar a ese sitio que nos designa el imaginario colectivo, luego de que algunas recurrencias se ocupen de simplificar la complejidad. Un buen día algún estudioso decide abrir en profundidad el universo creativo del artista y es entonces que la falacia de la etiqueta cede a la evidencia del rizoma y la complejidad.
La gente ha decidido que Lara es “el paisajista”. Y como en todo mito existe una buena dosis de certeza, así como en todo rumor hay alguna piedra que corre no por gusto, se trata de un epíteto posible. Lara es, en efecto, un notable paisajista, que, por cierto, a juicio de quien esto escribe, traiciona el paradigma ilusionista y de representación verista muy del gusto de ese género, y sobre todo, de la expectativa que despierta. En mi criterio, Lara subvierte el paisaje, lo vira al revés, lo utiliza de forma perversa. Pero, en fin, tampoco es mentira que Lara resulta un muy buen paisajista; sólo que, ni con mucho, su trabajo se agota ahí.

Bief country of wishes/ Breve país de deseos. 1989. Oil on canvas, 100 cm x 80 cm
Lara comenzó, como la mayoría de los artistas que tienen a disposición todo el enorme repertorio de la pintura en el siglo XX, probando fuerzas entre la figuración y la abstracción. El periodo que va de 1987 a 1991 implica para él un devaneo, nada furtivo, entre la tentación de la figura y el placer de belleza pura que proporciona la abstracción. Estados mediales cumplidos con ejercicios poscubistas, de interpenetración de planos, y desde una gestualidad informal que empieza a expresar las torturas interiores y los goces del espíritu de un temperamento particularmente firme. En este primer aire de la creación de Lara aparece, desde ya, su gran preocupación como artista: el estudio de la condición humana, con sus pliegues, sus dobleces, sus grandezas, sus zonas oscuras. Una obra como Acertijo de bufón, o después, otra como Rostro hipócrita, mayormente abstractas, confirman esa necesidad de adensar la expresión hasta captar las sinuosidades de la conducta humana. Siendo en la forma abstracto, logra una peculiar concreción a nivel del sentido.

Jester’s Riddle/ Acertijo de bufón. 1989. Oil on canvas, 100 cm x 80 cm.
En segundo lugar, el erotismo. Lara es un pintor erótico todo el tiempo, y no ya porque aquí o allá broten, más o menos camuflados, penes y vulvas, deseosos, refulgentes, interactuantes, dialogantes con ansiedad proteica, sino porque Lara es un sibarita, un degustador de la belleza en cada empeño que acomete. Toda su obra, incluso desde los inicios, aparece tensada entre dos apetencias: la necesidad de dejar fe sobre el sufrimiento, sobre el dolor, sobre el repliegue humano; y el apetito de la belleza, del gozo, de la sexualidad exultante, de la materia que retoza.
En cuanto a lo último, en estos primeros años irrumpe una de las grandes obsesiones del artista: el estudio del cuerpo femenino, la complacencia con el entendimiento de lo femenino como un misterio y un perfume que todo lo invade y lo contagia. El falo que, enhiesto, gruñón, se afana y se solaza en la humedad de la apertura; el retozo de los cuerpos en el espacio; apareamientos que por estos años recuerdan a Servando Cabrera Moreno, pero que se concretan en tonos más cálidos y en encuentros sexuales todavía más volcánicos que aquellos imaginados, o vividos, quién sabe, por el gran maestro.

Arthur Rimbaud before the mirror. Diptych. 1989. Oil on canvas. 100 cm x 80 cm
En esta etapa hay piezas de un lirismo enternecedor en el adentramiento en lo femenino, como Mujer de hielo, óleo, tierra y arena sobre tela (verano de 1987), donde el lirismo es también irónico, devastador; y obras de una violencia simbólica ya totalmente declarada. Entre ellas, las que se ocupan de esas pláticas fecundas, a menudo homenajes, guiños, prolongaciones, diálogos cruzados, que establece Lara con paradigmas del legado cultural. A Lara le gusta dialogar con la topografía cultural que ha llegado a hoy; tiene su Parnaso propio y no pierde ocasión de guiñar el ojo o de acatar la reverencia que corresponde. Es el caso de un díptico casi abstracto también, Arthur Rimbaud frente a un espejo, donde la furiosa deconstrucción de la figura, del rostro, de la identidad, supuesta por el peso de la pasta y la pincelada, pareciera metaforizar aquella máxima del bardo moderno: “Yo es otro”. Los conflictos de la identidad, los desdoblamientos, las adicciones, la sed que aspira a alcanzar un ideal, las debilidades humanas, la lealtad al mundo interior, la entereza de la fe y la conveniencia de la duda, igual son tópicos que recorren a plenitud los trabajos de Lara.

Ice woman/ Mujer de hielo. 1989. 105 cm x 65 cm
Hablando de adicciones, de debilidades, de vértigos, de torturas interiores (las del espíritu son peores, Galileo, que las de la carne), hacia 1992 la paleta se ensombrece, la textura se hace áspera. Una nube negra atraviesa la mente y el sentimiento del artista, y las obras no cesan de revelar ese desconsuelo, ese tormento. No soy biógrafo de vocación, no me gusta hurgar en la vida personal de la gente, el chisme y el cotilleo me importan nada –tal vez porque no soy curioso-; pero valdría que alguien emprendiera un cotejo entre el cambio de tono, de sesgo, de expresión, en el arte de Lara, y los accidentes de su propio aprendizaje como hombre.

Fighting weapon/ Arma de lucha. 1991. Oil on canvas, 100 cm x 80 cm
Lo cierto es que la serie Catarsis y otras alucinaciones tiene un acento goyesco que rompe la tendencia al geometrismo de algunas de las obras anteriores y permite que la gestualidad informalista reine por bastante tiempo. El código se vuelve abrumadoramente expresionista, y pareciera que el artista no puede renunciar, en adelante, a la asunción frontal y definitiva de las emociones.

Psychological profile/ Perfil sicológico. 1992. Mixed on canvas, 47 cm x 55 cm
Todo lo que sigue es un cabildeo, una negociación total con la emoción, con sus altibajos, con su geografía, con su profundidad, con sus estaciones. Entre los años 93 y 94 florece la serie abstracta Quien sopla, roe, una de las mejores producciones de Lara en mucho tiempo. La calidad de esa serie debería avisarle que por mucho que lo ocupen otros géneros y lenguajes, nunca debería abandonar, de un todo, la pintura abstracta. Lara es un excelente abstracto porque el pensamiento que anima su mano responde a un grupo de ideas abstractas, precisamente relacionadas con la naturaleza humana.

Cyclopea/ Cíclopea. 1993. Mixed on canvas, 90 cm x 90 cm.
Hacia el año 1998, con sus primeros collages –códigos que reaparecerán una y otra vez en lo sucesivo- irrumpe una ambición de espacialidad que se cumple lo mismo como ilusión que como realidad: esto es, tanto en la disposición física de los collages como en el ilusionismo pictórico de sus estructuras básicas; el espacio comienza a señorear, a desandar la composición por sus fueros. Un año después el paisaje, asentado ya como todo un género relativamente independiente en la obra del autor –y no sin que antes, en otros momentos de los propios años noventa, no lo hubiera ensayado con tenacidad-, reviste una consistencia muy especial. Los primeros paisajes recuerdan el grosor de la materia en Cézanne. Pero, de a poco, empiezan a cargarse de subjetividad, a ser y a expresar otra cosa.

Shroud/ Sudario. 1998. Oil on canvas. 390 cm x 250 cm.
En algún lugar he escrito que la gran paradoja del paisaje de Lara estriba en el doble código de su sentido artístico: mientras más verista, mientras más reproductivo, mientras más ilusionista, mientras más “virtuoso”, mientras más detallista, con más furia se escapa a expresar otra cosa; mucho más remite a otra realidad: la realidad subjetiva de la mente, con sus pasadizos, recovecos, laberintos y atajos. Una obra como Sudario avisa acerca del paisaje físico como coartada para el retrato psicológico –en la obra de Lara persiste una especie de psiquismo furibundo-; para el retrato del comportamiento, de un estado de temperamento, de un mundo de emociones y advertencias sobre la comedia humana.
A partir del año 99, Lara hace con el paisaje lo que le venga en gana y quizás por esa fecha comienza a ganarse el mito de “el paisajista de Centro Habana”. No lo tiene mal ganado si recordamos que Lara encara el paisaje como una revisión disipada de la Historia del arte: a veces desde un puntillismo impresionista, en ocasiones desde el posimpresionismo cezanneano, en oportunidades desde la poética expresionista, por momentos desde el informalismo o desde las ganancias de la abstracción geométrica; según mande el sentimiento, la vocación de cada instante, puede surgir un paisaje a la carta. No hay limitaciones. Perverso, conoce Lara que el paisaje aparentemente tradicional no es nunca el paisaje, en la dirección del afuera, sino un buceo en la interioridad de lo humano, así como lograba Andrei Tarkovski hablar del sujeto como nunca sólo cuando se iba a las atmósferas siderales de la ciencia ficción.

Ventral/ Vientral. 1998. Oil on paper. 160 cm x 200 cm
De alguna manera, los paisajes son entonces retratos en Lara. Las manifestaciones se montan, se confunden y se pierden en la desfachatez de un creador que usa los medios y las convenciones como recursos nunca definitivos o cerrados en sí mismos. Por cierto, hablando de retratos, en muchos de los dibujos, incluso los propios de un Lara adolescente, se aprecia la agudeza de la penetración psicológica al observar tipos, arquetipos, caracteres, en acentuaciones de rasgos que a menudo evocan el poder de la caricatura.
Cuando Lara hace fotos, salvo en ciertos collages y montajes, donde da riendas al artificio y la cavilada manipulación estética, opera como un romántico, en el sentido de que el arte precede a la percepción de la vida. Lo mismo en sus fotos urbanas que en sus planos macros de accidentes naturales, Lara retrata, capta, recoge, aquellas estructuras formales que en la ciudad o en la naturaleza él puede reconocer como artísticas; es como si la estética antecediera al hecho artístico, a la plasmación, a la propia realidad. Las calles de la ciudad, los tendidos eléctricos, con sus embrollos, captados por lo general en planos y ángulos bajos, o los detalles de los entresijos naturales merecen ser fotografiados cuando cumplen, estricta y bellamente, con unos juicios de organización de las formas que son bastante más culturales que vitales. Como aquel personaje romántico de La edad de la inocencia, que miraba primero al cuadro donde la mujer que amaba era pintada y sólo después podía reconocerla a ella misma, Lara fotografía aquello que cumple puntualmente con el rigor mental que sobre la belleza desvela de siempre al artista.

London corner/ Esquina londinense. 2006. Plata/gelatina 50 cm x 60 cm
Lara es un esteticista empedernido: incluso cuando hace obras objetuales, instalaciones, se siente la pátina estética de la modelación, más que el impacto del objeto mismo. Eso es: se siente más la voluntad hedonista de Lara que la fuerza del objeto. Creo que uno de los pocos desafíos que restan al artista se relaciona con la capacidad que pueda demostrar, en los próximos años, para intervenir objetos y espacios, sin tener que sobreponer demasiado los códigos estéticos; más bien descubriendo los potenciales de belleza que se encuentran en la vida misma, como parte de la corrosión, el abandono, la desidia o la ineptitud. Cuando trabaja lo feo, Lara lo estetiza; hace un tratado pictórico, o escultórico, sobre lo feo, desde la cualidad probada de lo artístico.
¿Qué tal que Lara sostenga un diálogo franco, frontal, con la belleza de lo feo mismo, de lo desasido de patrones o de muy puntuales paradigmas artísticos? Por ahí se abre otro camino de exploraciones en un creador que no cesa de lanzarse a los precipicios de la inventiva y la experiencia de nuevo tipo.
Cambiante, mutante cada mes, Lara despista al enemigo en cada empeño; no se detiene nunca. Por eso los adjetivos morfológicos de su trabajo se pasean indistintamente por no pocas manifestaciones y no pocos lenguajes, pero siento que para anidar siempre en dos centros de gravitación: el intento de comprender la realización existencial del sujeto –con variaciones en las magnificaciones o los abatimientos del ego, en las turbaciones o los enardecimientos de la emoción-, y el oasis del erotismo como un don que alcanza a sopesar la gravedad de un mundo lleno de gente indeseable y de actitudes reprobables. Ahí está “la moral” del arte que importa a Lara: un arte que se viste como le parezca, que se pone la ropa que le apetezca en cada momento, pero que no quiere ni puede renunciar a una responsabilidad humanista que le fue como silbada desde tiempos inmemoriales, por otros artistas que alguna vez se empeñaron en entender esa madeja de perplejidades que suponen los días del hombre sobre la tierra.