Texto leído el 23 de mayo de 2023 a propósito en la presentación de los títulos Jesús Lara Sotelo: El laberinto ante mí. Antología 1991-2016, Colección Sur, La Habana, 2017; y La vaguedad y otros problemas. Antología poética de Jesús Lara Sotelo, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2018.
Sorprendida por la solicitud de Jesús Lara Sotelo, he aceptado participar en esta charla, aún insegura de que mi texto satisfaga los requisitos de una presentación de libros. A este artista que cultiva diversas técnicas pictóricas, no le basta con crear un universo visual inclasificable; necesita, además, escribir poesía, compulsiva, aunque no únicamente. Hace casi tres lustros, su primer tomo de aforismos reafirmó la dimensión filosófica de su pensamiento y en 2019, Piromanía y otros relatos, obra publicada por Punto Rojo Libros, nos lo presentó como narrador.
Como si fuera poco, Lara nutre su existencia con la música, una pasión abonada por estudios de piano y de guitarra que nunca concluyó porque la pintura, su primer amor, exigía todo su tiempo. La relación poliamorosa entre la literatura y las artes que cultiva ha conquistado a las musas de Frank Fernández, Harold López Nussa, Aldo López Gavilán, Ariadna Cuéllar, Pancho Amat y Yasser Manzano, entre otros formidables músicos cubanos que inspirados en su poesía compusieron temas de diferentes géneros y formatos, y grabaron un disco cuyo proceso de producción no ha concluido. Esa diversidad creativa, sin adhesiones formales ni estilísticas, sin preferencias temáticas ni proclamación identitaria, confieren a Lara Sotelo una atractiva singularidad en la comunidad artística de Cuba.
En todo ello pensé cuando me solicitó implicarme íntimamente en la presentación de dos títulos que hace algunos años iniciaron su andar por la vida y la sensibilidad de los lectores: uno en la edición 2017 de la Feria Internacional del Libro de La Habana y el otro, dos años después, en una de las tertulias sabatinas de la Calle de Madera. De ahí que, pasado el entusiasmo inicial, me preguntara: ¿qué cosa nueva, valiosa, nutritiva o ingeniosa pudiera decir yo sobre estos libros?
En esta era de despampanante irrupción de la todología –es decir, la habilidad para disertar sobre todo lo humano y buena parte de lo divino– me decidí por ejercer mi profesión de estudiosa de las tensiones, disfuncionalidades y desgarraduras de las sociedades afroamericanas, la cubana en primer lugar. El ejercicio de esa pasión exige interesarse en los discursos y las prácticas sociales de la gente, intentar, más que interpretaciones literales, lecturas sociales de una obra que nos habla a través del tiempo y los espacios.
Como suelo entender sus creaciones a partir de las personas y sus humanos actos, apliqué mis limitadas herramientas a decodificar el discurso poético de Jesús Lara Sotelo, para entender mejor al ser humano que es y reconocer las líneas gruesas de las circunstancias que ha vivido. No solo pretendí que el goce estético con que nos premia la buena poesía se alimentara de palabras que el autor ha escrito con pasión y honestidad insuperables, sino que intenté, además, forjar alguna conexión espiritual con alguien que es habanero como yo, negro como yo, indócil como yo y, muy a su pesar, idealista como yo. Ojalá lo haya conseguido.
Juzgo mi intento totalmente válido porque el conocimiento y el disfrute estético ostentan la unicidad de lo humano. La separación poco amistosa entre humanistas y científicos sociales, entre poetas y sociólogos, es obra de las prácticas burocráticas de la academia. Por tanto, comienzo agradeciendo a los poetas su existencia y su dedicación para que personas como yo descubramos el poder sanador de la poesía.
El tipo de lectura que emprendí no tiene en cuenta identidades editoriales ni la lógica secuencial de la paginación. Eso significa que hablaré sobre los dos libros, unas veces distinguiéndolos y otras, integrándolos y que mi lectura pudiera avanzar en algún que otro momento desde las páginas finales hacia adelante. Como confío en la efectividad del método, comencé mi tarea consultando la cronología que clausura El laberinto ante mí, Antología 1991-2016, cuyas dos primeras y dos últimas columnas informan sobre los quehaceres del autor y los acontecimientos que él consideró relevantes para caracterizar el contexto en que ha desarrollado su actividad creadora. La lectura de tan valiosa síntesis estimuló preguntas trascendentes del arsenal poético contenido en ambos títulos. Y los senderos abiertos por mis incertidumbres tuvieron continuidad en una charla telefónica, no entre la investigadora y el sujeto investigado, sino entre la lectora y el escritor.
Me sentí retada por el enigma latente en la cubierta de la primera antología porque, a fin de cuentas, ¿qué es el laberinto? ¿El mundo que Lara recorre con inagotable curiosidad? ¿La interesante y retadora vida que ha vivido y le queda por vivir? ¿O las consecuencias de las decisiones que ha tomado?… ¿Y quién es el Minotauro? ¿El monstruo condenado a vivir en entrecruzados pasadizos? ¿El ser que –nos dice López Sacha– “va perdiendo su fiereza animal a medida que avanza y llega al sol transfigurado en las alas de Ícaro”?[1] ¿O el hombre sufriente que clama: “Soy el Minotauro alucinado, vibrante, castrado, impío”?
Para alguien que se propone una lectura sociocultural de la poesía de Lara Sotelo –no un ejercicio de crítica literaria– la génesis de sus libros proporciona una orientación importante, habida cuenta de que para la mayoría de las personas una antología se asemeja a un rastro de migas de pan. La acción lectora repara en lo que está ahí, marcando con un movimiento hacia adelante el itinerario del autor. Mirar hacia atrás, valorar qué escollos u honduras se han salvado, cuántas vueltas y torceduras muestra el camino recorrido, contraviene la lógica de quien sigue un rastro. Empero, una curaduría de 25 años de poesía en su mayor parte inédita, deviene documento autobiográfico si es resultado de las decisiones del autor. Esta antología personal nos invita a adentrarnos en el laberinto de su vida, conscientes de que lo importante no es hallar una salida, sino andar.
Me interesó saber en qué medida el Antiguo Testamento formó parte de las lecturas juveniles de Jesús Lara. ¿Quién eres tú, God de Magod?, un libro escrito a sus 19 años, trajo a mi mente un falso homófono: Gog de Magog, personaje que en el Libro de Ezequiel es soberano de un reino y caudillo de una coalición de naciones que atacaría desde el norte al pueblo de Israel, en abierto desafío a la protección que Jehová dispensaba a los hebreos. Durante largo tiempo, diferentes interpretaciones de la profecía de Ezequiel identificaron a Gog de Magog con Satanás. Por eso la incógnita que da título al primer libro de Lara me hizo recordar el más reiterado cuestionamiento de la parte buena de la humanidad a los malvados que mueren ancianos en sus camas: longevos genocidas, torturadores, pederastas, parricidas, depredadores y esclavistas ¿Tendrán esos monstruos un Dios que los proteja y salve?
Lara no leyó el Antiguo Testamento, pero lo escuchó, reiteradamente y a retazos, durante los primeros años de su vida en los ruegos, argumentos, esperanzas y reclamos de su madre, quien profesaba una inquebrantable fe cristiana. Su febril escritura en tiempos de hundimiento moral fue el primer exorcismo en una cadena de acciones que convirtió a God de Magod en monstruo refrenado. De su apaciguamiento da cuenta Lara, veinte años después, en el poema “Única ofrenda”. No tuve tiempo de buscar y leer ese cuaderno, finalmente publicado en 2009; un libro de sufrimiento y expiación en el que el poeta, pecador innombrado por él: Dante, pero enfrascado en dura lucha contra el alcoholismo, declina juzgar para intentar comprender. Actitud que ha sostenido desde entonces en cada libro y cada verso.
También deseé agotar la lectura de Paradoja: capítulo al éxtasis, su segundo poemario. Inédito durante dos décadas, como el anterior, los valores éticos y estéticos de este libro desgranan treinta y un poemas en las dos antologías publicadas. La reiterada mención de estaciones climáticas, cartografías lejanas, animales y plantas de regiones templadas sugieren un alejamiento de la Isla y el inicio de la experiencia viajera que proporcionará al poeta sus aprendizajes más importantes. Aquí no encontraremos, sin embargo, gozosas referencias de turista satisfecho, sino inconformidad, asombro, ira, la cadencia de la piedra que gira, afilándolo todo.
Los cubanos no solemos reparar en las prácticas culturales que impone nuestro verano eterno. Privados de la sorpresa multicolor de la primavera, la languidez contagiosa del otoño y el fulgor de la nieve impactada por los rayos de sol, el naturismo y los deportes al aire libre son prácticas poco extendidas entre nosotros. No obstante, en Europa y Norteamérica la exposición a nuevas experiencias de Jesús Lara, un joven nacido en Cayo Hueso, capital cultural de nuestra “jungla del asfalto”, le permite construir una placentera relación con la naturaleza, la cual, andado el tiempo, nutrirá sus universos pictórico y poético.
Con todo y eso, la Isla siempre le acompaña. Puede cargarla a sus espaldas, como un caracol, o refugiarse en ella. Le duele y la celebra, le hastía y le enamora. Esos sentimientos contrapuestos afloran en “Invisible”, “Este país”, “Degollación”, “Ruido de goznes” y otros poemas. Versos en los que Cuba no es un territorio alargado y estrecho que olisquea el mar con hocico de caimán, sino puerto seguro, paisaje urbano, gruta encantada repleta de inesperadas maravillas, digestión ruidosa de una urbe decadente y bella. El país oculto en la ciudad de sus amores se torna un mazo de frustraciones y angustias en “Tristes ofertas”, Cayo Hueso” y “Patinadores de La Habana”.
Paradoja: capítulo al éxtasis, un libro de búsquedas formales, iniciaciones mundanas y descubrimientos mutuos, inaugura el rejuego de identidades, la ubicuidad espiritual y el disfrute experiencial de la cultura otra que distinguirán la obra de Lara, dotándola de una universalidad que se exterioriza en un cosmopolitismo desenfadado, a veces irónico.
Un hombre capaz de hacer hablar a los colores, la luz, las piedras, los paisajes, solo puede escribir una poesía de profunda sensorialidad, más disfrutable en nuestra voz interior que en una lectura pública. Así sucede con sus poemas de amor y desamor y sus infinitos caminos para descubrir los cuerpos, propio y ajenos; de descifrarlos en memorables pasajes de sexo de iniciación, sexo ocasional, sexo enamorado, sexo fugaz, sexo tarifado, sexo lúdico, sexo ritual, sexo en la ancianidad… Lo trascendente, sin embargo, no es el erotismo de los roces y enervamientos corporales, sino la celebración, el tedio, la amargura, la rabia, la ternura o el dolor que acompañan cada palabra y cada acción. El frustrante debut que le depara la adolescente que violó su niñez –suceso memorable que Lara pudo evocar tan sólo tres décadas después– no le despierta el animal instinto de tomar y no dar. En la más cruda traslación de experiencia carnal su palabra ofrece siempre una porción de humanidad.
Apreciar qué grosor adquiere la negrura en los trazos poéticos de Lara fue una de mis expectativas pues, como él, archivo gratas y sufridas experiencias de mi irrupción, desde la barriada popular y la anodina estirpe proletaria, en la ciudad letrada cuyos cimientos reproducen, unas veces conscientemente y otras no, las jerarquizaciones sociales, raciales y de género fundadas por el colonialismo. No encontré en sus libros discursos militantes– apenas un poema designa al racismo por su nombre–; pero sí firme compromiso. Un persistente llamado a no olvidar, a erigir el bastión de la memoria frente a los embates de la subestimación, el desprecio, el olvido y la folklorización.
“Los tambores me saturan, quizás porque los llevo hace varias generaciones en la sangre”, revela en un poema; y una comprende que al afirmar una identidad negra universal Lara Sotelo toma distancia de los esencialismos y las actitudes divisionistas de estos días. Su reivindicación de la afrodescendencia puede ser palmaria: “Ella era una mulata berlinesa y yo un negro de Centro Habana”; pero se manifiesta con mayor agudeza a través de sus “trabajos de memoria”, como diría Elizabeth Jelin.[2] Entre las pocas y convincentes muestras de su antirracismo radical, tomé nota de dos que me gustaría referenciar en el futuro: “Hombre que fue árbol” y “Pujando en la Christie’s”, excelente poema en el que acaricia, con tono zumbón, la herida dolorosa del secuestro y la esclavización.
La poesía de este viajero pertinaz al que nada humano deja indiferente, distingue por su dimensión ética. Hay en estos libros profundas reflexiones acerca de la epidemia posmoderna que es la soledad; la conducta autodestructiva de la especie humana; el florecimiento del fascismo; la espectacularización de la vida y, por supuesto, de la muerte; el egoísmo y la superficialidad de un mundo que vibra de emoción ante un reality show, llora con una telenovela y permanece inmutable ante las guerras, los genocidios y los crímenes que cada día se cometen contra las personas, los animales y la naturaleza.
Coherente con lo anterior, en “Límites de siempre”, “El delito de tomar la palabra”, “Ordenanza” y “Taping del Diablo” la expansión del autoritarismo es criticada por un hombre que rechaza la impasibilidad y no teme mostrar nuevas cicatrices. Creo en él cuando dice: “Soy un sobreviviente de pequeños motines y ejecuciones silenciosas”, y me conmueve la determinación con que me exhorta en “Boomerang” a impedir que otros construyan el laberinto que yo he de transitar.
Pertrechado apenas con lápiz y pincel, Jesús Lara experimenta una recurrente necesidad de reafirmar principios en un mundo donde simulaciones, cooptaciones y renuncias se expanden como plagas, con total normalidad. En consecuencia, “La lógica de los poetas” y “La decadencia no me ve como artista” ofrecen testimonio del orden axiológico de un bardo que asume la poesía como ejercicio de memoria: “Esta es mi historia; una mente salvada y la costumbre de dejar por escrito todo lo que me pasa”. Otras creaciones como “El acta”, “Menos mal”, “Credo” y “Jamón de grulla” delinean la silueta del hombre que explora la realidad con afán renacentista sin otra aspiración que comprenderla, persuadido de que la poesía puede alimentar las utopías que sostienen el mundo, mas no puede salvarlo.
La textura de sus versos, las ilustraciones incluidas en su antología personal y la recurrencia o pasión con que les nombra, me hacen pensar que Pollock, Basquiat y Modigliani constituyen para Lara figuras tutelares. Comparte con Basquiat el talento para expandir su arte en la música y la literatura; con Modigliani, la mirada heterodoxa sobre el cuerpo, y con ambos –derrotados a la larga por la heroína y el alcohol– la idea del arte como conjuro contra sí mismo y salvación de los demás. Son suyos, como de Pollock, la irreverencia y el descreimiento en las modas artísticas y los prejuicios legitimados por los “especialistas”. Retoma de esos grandes artistas la creatividad fuera de norma y el andar a contrapelo que descubre nuevos mundos y los regala, sin ambicionar galardones efímeros ni pujar por un sitial de adoración perpetua.
[1] Francisco López Sacha: “Evocaciones”, en Jesús Lara Sotelo: El laberinto ante mí, Antología 1991-2016, Colección Sur Editores, La Habana, 2017, pp. 49-56.
[2] Elizabeth Jelin: Los trabajos de la memoria, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2012.

De izq. a derecha Francisco López Sacha, profesor y narrador cubano, Alberto Marrero, poeta, editor y narrador cubano, Jesús David Curbelo, poeta, narrador, ensayista y profesor cubano, Jesús Lara Sotelo, pintor, poeta y narrador cubano y Zuleyca Romay, ensayista, socióloga e investigadora cubana, reunidos al finalizar presentación de las Antologías poéticas de Jesús Lara Sotelo en La Habana, 23 de mayo de 2023.