«Quisiera merecer la eternidad, pero soy imperfecto.
Cuando entreveo que siguen sin creerme, me saco los intestinos
y los dejo caer en una cubeta con ácido».
JESÚS LARA SOTELO
(¨Conveniencia¨)
Platón experimentaba un profundo bienestar al filosofar mediante diálogos y colocar en boca de los distintos personajes la diversidad y variación de sus propias fantasías. Jesús Lara Sotelo no sigue exactamente al autor de El Banquete, pero su disposición al coloquio íntimo, su entrega a la pluralidad artística y sus proyecciones en el reino de la imaginación lo colocan, por derecho propio, ante una evidencia que aseguro todos compartimos: es un artista pleno en un reino, el suyo, firmemente atado al alma humana en sus más complejas y disímiles proyecciones y posee la sutileza de transmutarse sin dejar de ser él mismo. Acaso su obra total —pintor, ceramista, escultor, poeta, fotógrafo…— permita situarlo entre esos hombres y mujeres que, desde la autoridad, su autoridad, reciben con plena lucidez el sentido de la virtud artística, sin imponer otra barrera que la de su poderío soberano, en una especie de cima donde se conjugan la posibilidad y la contingencia.
La obra poética de Jesús Lara, seleccionada por él mismo para dar cuerpo a El laberinto ante mí, reúne textos aparecidos en libros cuyos años de publicación abarcan de 1991 a 2016. Confluyen poemas, prosa poética, pequeñas narraciones y un mal llamado subgénero hoy considerado por algunos quizás demodé, pero que colocado ante la mirada de lectores del siglo xxi concitará inquietudes y hasta nos harán revolver en nuestros asientos: los aforismos. En este corpus, expurgado por voluntad del autor, afloran mundos diversos, misterios extendidos, pasiones que no imponen otras barreras más que aquellas que concurren para la satisfacción de los deseos, donde todo se disipa, se une, viene o va, de modo que lo que nace en un poema nunca acaba y nunca se detiene y muda de un estado a otro en momentos en que puede ser presente, instante o un ahora que se sostiene en una especie de teatro no restringido meramente a lo representacional. En este sentido, de 1991 a 2016 se tiende un arco lírico que dispensa promesas, fundamentos, atractivos de una página inconclusa, la ociosidad del sueño, pérdidas o extravíos. En un poema como ¨Salmos de llovizna¨:
Escucho salmos de llovizna.
La gravedad del firmamento conmueve,
saca el espíritu a flotar.
Agua perpetua que el dolor cobija,
laberinto de cálidas maquinaciones.
Lo salmos hablan de un invierno distante,
de clavos que aseguran vigas
y animales salvados en medio del diluvio.
Se intuye el proceso creador del poeta en tránsito hacia una más dilatada aprehensión del nudo lírico, de suerte que lo ahora mostrado forma parte de un continente lírico que proyecta las ceremonias que vendrán posteriormente, custodiadas por avanzadas acaso más enmascaradas, compensatorias a los intereses de los lectores.
¿Qué pone en juego Lara en sus composiciones? ¿Qué elementos dispara para mantener una difícil interacción entre hombre y naturaleza, hombre y entorno citadino, hombre y cordura? Creo que todo se responde con una sola palabra, o mejor con dos: arte y amor, pero un amor amalgamado en aristas pocas veces concurrentes y que fungen como pivotes a veces históricos, a veces íntimos, a veces urgentes, procurados indistintamente, según la voluntad de los reclamos. En este sentido su lírica, ya en verso, ya en prosa, no desecha absolutamente nada de las ideas que aporta la vida ni rechaza lo que ella da de común o de manido. Esa voluntad omnicomprensiva se trasmuta en lo que llamaría un programa explícito de voluntades estéticas configuradas desde la anchura misma de la creación, expresadas en una especie de dislocación temporal que a primera vista pudiera parecer insuficiente, pero al final resulta compensada gracias a una voz autoral precisa y siempre presente. En ¨Confidencia¨ Lara expresa:
Rompiendo mi enmarañada soledad,
todavía estás aquí, más cerca que ninguna,
como teclado de niebla.
En la atalaya, respiro mi anarquía,
el vaho tangible de los bosques.
El aullido frente a la espesura
despierta la cólera de otros.
Los otros siempre van a correr
hacia el confín pisoteando el suave pasto.
Tú, ¿qué entiendes en el sonido que arde?
Aquí se crea un universo apremiante de dolor, de sentimiento de pérdida, una especie de sinestesia implícita que reclama nuestra atención para exigirle respuesta a esa voz casi desgarrada que remite a un «aullido» que nace en la «espesura», para poder crear una especie de íntimo secreto con esa interrogante que, aparentemente, no tiene refutación inmediata: «Tú, ¿qué entiendes en el sonido que arde»? La respuesta queda en el vacío, pero se percibe la resonancia de una futura contestación.
Acaso un rasgo relevante de la poesía de Lara sea la presencia de una permanente voluntad de búsqueda, la necesidad de encontrar su paisaje, su terreno ausente, pues, aunque parezca una paradoja, lo ausente no se encuentra en un sitio específico y si se presenta en alguno deja de serlo, de modo que su poesía, que no aspira a ser inocente, acaso persista en serlo desde una especie de reminiscencia que tiene una indudable y particular estirpe insular. Escojo ¨Ruidos de goznes¨, un raro ejemplo alejado del tropicalismo donde, se piensa, tiene su almendra un país conocido —acaso un extraño país— que, sin embargo, no es su interés describir en mayores detalles, excepto, quizás, su insularidad.
Vivo en una isla, ¿qué de trascendental tiene?
Tal vez la posibilidad de respirar un aire limpio
o al despegar los párpados sentir la arenilla del sol.
Nacer o morir en una isla
no significa que las palabras broten como flores
ni los mediocres dejen de recibir sus honorarios.
Lo mejor quizás es hablar de lo inasible,
de aquello que no nace por herencia ni muere todos los días.
En todas las islas hay enigmas que se festejan
con cantos frente al mar.
El mar es la única certeza, la única posible.
Lo trascendental podrían ser esas coplas que purifican,
la subyugante luz de los atardeceres y el ruido de los goznes.
Advierto una vocación natural, expresiva e imaginativa en Jesús Lara Sotelo y se me ocurre la idea, por ese afán que muchas veces nos conduce por caminos equivocados, de ubicarlo en una tendencia, de afiliarlo a un estilo, a un cuerpo poético nacional o extendido más allá de nuestras costas. Confieso que, apenas lo intento, renuncio a mi deseo. ¿Incapacidad mía? Es probable. Lo cierto es que —mi conclusión, al menos por ahora— su poesía se orienta a establecer una relación como de alquimista con toda la energía que brota de los grandes poetas, de Homero a Jorge Luis Borges. Y digo energía como sinónimo de fuerza vital, no de copia, porque lo que favorece la consistencia de su poética es el poder de su accionar asociativo, los preludios de sus rupturas, su permanente rebelión contra lo dicho y cómo se ha dicho, es una obra fraguada, a no dudarlo, como expresión de la indocilidad del sujeto y como una integración de la libertad como absoluto. En este sentido su obra lírica deviene en una resultante nacida del residuo de formas ya habitadas que él reconfigura casi con obsesión, apoderándose así de una especie de pesadilla para ir en pos de nuevas travesías, de modo que saluda y a la vez se despide porque no quiere atarse a ningún puerto poético, pero tampoco renunciar a ninguno. En ¨Autosugestión¨ el poeta, acaso configurando un destino cumplido, expresa:
No quiero recordar nada, tan solo que ya olvidé.
Ahora puedo confundir una calle,
llamar a una mujer con el nombre de otra,
comer lo que nunca he comido,
beber en una taberna estrecha, sin ideales,
repleta de borrachos también sin ideales.
No quiero recordar lo que jamás fui,
ni me propuse, ni siquiera soñé en una noche rojiza,
esas en las que yo saltaba en una cama elástica de circo.
Aquí le concede a su propio ejemplo una fina espontaneidad impuesta por las circunstancias, un único camino, su camino, para acceder a una liberación acaso soñada, deseada o propiciada, pero que quiere olvidar. Es una forma extraña del adiós entre la pareja, adiós permanente tal vez y por eso expuesto de una manera radical, un tanto tortuosa, donde nos quiere descubrir un nuevo mundo de sensaciones y realidades fruitivas, pocas veces disfrutadas. Entonces asoma este paisaje externo, pero movido por una sensación de pérdida que no se oculta, pero que no es recibida, al menos aparentemente, con dolor, que emerge solo dilatado e insinuado, en una proyección casi doméstica del comer y del beber, pero donde subyace el sufrimiento o, mejor, una expresión del sufrimiento.
No puedo impedir que este poema (como otros seleccionados) me remonten a un concepto decimonónico de la poesía cubana hoy poco tenido en cuenta: el llamado, y siempre muy discutido, «buen gusto», al cual se refirió Juan Clemente Zenea en 1852 en un artículo periodístico titulado precisamente ¨Sobre el buen gusto¨, que fue uno de los tópicos de reflexión esenciales en la crítica literaria del romanticismo cubano. Y si me retrotraigo, quizás inopinadamente, a ese texto, es porque, a pesar del tiempo transcurrido y no obstante estar defendiendo el autor de ¨Fidelia¨ el gusto de esa escuela con raíces hispanas provenientes nada menos que de José María Heredia, el primer gran romántico en lengua española, es porque la tesis que defiende aquel consiste en que para crear verdaderas obras literarias no basta solo con tener aptitud, si bien ser talentoso es una condición sine que non de la literatura, sino que son necesarios adecuados conocimientos generales y, sobre todo, alcanzar la belleza por medio de la comunión entre la idea y la forma, pues «la poesía sin ideas», decía Zenea, le parecía como «un cuerpo sin alma». No entro a discutir el llevado y traído asunto de forma y contenido, contienda obsoleta, sino que lo que me interesa destacar es lo referente a «la poesía sin ideas», entonces tan inútil para Zenea como lo es para los que la cultivan y la leen en los años ya vividos y en los que quedan por vivir. El problema se hace pertinente porque la voluntad creadora (y permítaseme esta frase tan común), la capacidad o necesidad de expresión nacen precisamente de un arranque de alcance íntimo que puede transparentarse a otras necesidades —sociales, históricas, políticas—, pero en el caso de la poesía de Lara, sin renunciar a esas posibles motivaciones, se advierte cierta proclividad de restituir, transmutar sus experiencias íntimas en literatura o en la confirmación de una fantasía que en su caso trasciende o, mejor, enfatiza y recrea los temas escogidos. Sus poemas ni rehúyen ni esconden sus ideas porque su claridad es despiadada hasta consigo mismo y constantemente se expone a la vista de sus lectores, impelido por una fuerza creadora de una singularidad poco o nada vista en nuestra literatura. No encontramos en sus composiciones ni imposturas ni encubrimientos, ni melodramas ni engañifas al lector. Pero sí hallamos confesiones que cuajan en no pocos poemas, como el titulado ¨Oficio¨, especie de ceremonial íntimo de alto tono reflexivo, donde la imagen del laberinto queda como testimonio de vida, de memoriosa reflexión recordada ahora, recreada ahora y donde, como en pocas ocasiones en nuestra poesía, se advierte su personal poética (¿qué poética digna de ese nombre no es personal?). Entonces podría hablarse de la idea del rizoma debida a Deleuze y Guattari, cuando expresaron, con otras palabras, que la estructura del pensamiento estaba dominada por el delirio arborescente, por el delirio con las raíces.
He aprendido a descubrir la tristeza en los ojos de la gente.
Con leves trazos reflejo un laberinto o una escalada de ternura,
a veces una lejana rabia que llevan adentro como ascua.
También he aprendido a captar las infinitas capas de una sonrisa.
Las veces que he caído al fango me he consolado
con la idea de que las caídas mejoran mi sentido de la armonía.
Gracias a ellas conocí el circo con sus fogosas acrobacias
y la angustia de los payasos solitarios.
Quise todo lo que viví en la cara de la gente que pinto,
incluso los sarcasmos de la crítica y las jaulas abiertas del circo.
Aquí topamos con una especie de vértigo, con un abismo donde la memoria se puede confundir con el sueño para, posteriormente, recobrarse en la inaudita forma de una imaginación donde «las jaulas abiertas del circo» queda como elemento donde se borran las fronteras entre lo imaginario y lo real, mas el centro creador queda indemne a la devastación espiritual. Entonces podría concluirse que la poesía de Jesús Lara Sotelo no pertenece al espacio vacío, a la nada, pero tiene cabida en lo que llamo resurrección de lo diferente y lo singular, de la raíz, donde sorprenden la concentración y la percepción, singularísimas ambas, conseguidas mediante un habla poética colocada en una perspectiva sorprendentemente dispuesta y carente de hermetismo. No hay dureza expresiva en sus versos, mientras el humor no busca el clandestinaje, sino que persigue una apetencia que avanza hasta la percepción última de la realidad. En ¨El tonto¨ el habla poética se atiende desde una evocación directa, pero sutilmente cargada de elementos referenciales de reminiscencias cuasi surrealistas:
Tengo escarabajos en la lengua.
Corran, el ventilador me va a morder
y mi nariz ha respirado la cal de las paredes.
Alguien se fuma el salitre del mar.
Alguien nos mata con pedazos de cielo.
No todo es lícito ni mucho menos racional.
Tango picaduras en la lengua
por culpa de los escarabajos que llegan de noche.
La prosa poética presente en El laberinto ante mí discurre desde cierta perspectiva caleidoscópica, especie de juego donde hallamos una suerte de inventario de tópicos que podrían denominarse microficciones, conjuntos fractales o microrrelatos que ostentan gran diversidad, especies de collages donde alude a personajes y hechos ficticios, anotaciones como tomadas de un diario personal, parlamentos y pensamientos del autor que dejan entrever sus intenciones, verdaderas escenas teatrales, todo concebido desde el centro mismo de una ficción por momentos alucinante, pero donde la realidad goza de la ambivalencia mediante la aludida ficción. Podrían entonces recordarse las obras de Macedonio Fernández o Felisberto Hernández, maestros de las relaciones ambiguas o de los textos oblicuos, pero las pulsiones estéticas de Lara, que quizás no desatiendan las provenientes de ambos autores posiblemente leídos, siguen un tránsito diferente, que funciona a modo de una especie de arte cuyo fin es suscitar, no comunicar. De ese modo, se abren varias líneas narrativas que actúan como un fresco de breves historias, aspectos singulares de la realidad, expresadas como estuches de invenciones donde todo se revela desde el centro mismo de la imaginación. En ¨El tigre, el poeta y la perspicacia¨, texto dedicado al «poeta y amigo Alberto Marrero» leemos:
El tigre se traga la noche. El poeta protege a sus hijos en la cabeza, abre los ojos para entender la oscuridad del tigre agazapado entre la hierba. Con elemental astucia mata a los fantasmas que saltan de los espejos rotos (dice que lo aprendió de Borges). El tigre tal vez no distinga el color amarillo cuando regurgita la noche. El poeta barre los cristales para que sus hijos no se hieran los pies. Todo vive en su cabeza. Dice que lo aprendió del genial argentino que no tuvo hijos, pero dejó una imagen del tigre flotando como una nube de oro en las tardes del universo.
Aquí se condensa una historia, un aspecto singular de la realidad, una esencia que es parte de un todo que permanece sumergido, pero, a la vez, se proyecta como una especie de poética donde el tigre se torna elemento cohesionador de los límites acaso desconocidos de una belleza emparentada vagamente con elementos propios del surrealismo, pero donde se borran los límites de los hechos, de las ideas y de los sentimientos. Lo que habría del surrealismo sería acaso la arbitrariedad que engendran las ideas, la esencia vista a través de un todo, las configuraciones posibles de realidades fragmentadas. Acaso un color, el amarillo, ocupe en este caso una posición de sinécdoque en su relación de una parte con un todo, en una especie de figuración proyectada hacia una historia total que permanece casi inconclusa en esas «tardes del universo», portadora, quizás, del sentido último de la vida en medio de la incertidumbre y lo irrecuperable. El tigre como metáfora total, acompañado del poeta y de la perspicacia son expresión de una especie de anverso y reverso, el nonsense de la realidad, el juego acaso pueril de las cosas. La mención a Jorge Luis Borges ilumina este inventario de afanes y deseos, mientras todo el conjunto pudiera resistir la frase de Duchamp: «Que todo el texto sea un catálogo».
El término «aforismo» fue utilizado por primera vez por Hipócrates como una serie de proposiciones relativas a los síntomas y al diagnóstico de enfermedades. Posteriormente el concepto fue aplicado a la Física y después fue generalizado a todo tipo de principios que encierran una sentencia breve y doctrinal. En la actualidad se considera que debido a twitter («Gracias a Twitter se reviven los aforismos», se leía en un periódico de gran circulación en América latina, La Nación) y otros servicios de microblogging, con su limitación de espacio para escribir, este estilo de escritura, que otros identifican como adagio, apotegma, máxima, proverbio, sentencia o refrán, aunque cada uno tiene sus particularidades y, por lo tanto, no pueden considerarse sinónimos, está viviendo un inesperado renacimiento.
Quizás por esa razón, y con el respaldo histórico de figuras cubanas de la talla de José de la Luz y Caballero, Enrique José Varona, entre los que lo cultivaron con mayor fortuna durante el siglo xix, y de José Martí, que sin proponérselo explícitamente cuajó sus textos de aforismos dadas las características de su prosa, Jesús Lara Sotelo hereda tal modo de expresión, sintético y sentencioso, y los incluye para cerrar su antología El laberinto ante mí. El siglo xx cubano y lo que ha avanzado del xxi no recuerda similar gesto, que puede calificarse de osado. Él los ha creado como un modo de ir disecando las palabras de su sentido habitual para suministrarle peculiares motivaciones. Veamos algunos ejemplos:
«El temor en sí mismo es una enfermedad del espíritu».
«¿Para qué sabotear la sombra de un perdón?».
«El arte es la acusadora evidencia de que he destruido a medio mundo para hallar la efímera y vaga satisfacción de intuirlo».
«El estilo, qué penosa prisión para el espíritu».
«Quien tiene que ver para creer, jamás alcanzará a vislumbrar la represión de la que es víctima, ni de la mísera ausencia de fe que lo envalentona».
«Solo puede oponerse a la verdad quién se enriquece a costa de la mentira y la negligencia».
No se trata de una recargada acumulación de citas, sino la aprehensión de lo inadvertido por otros, dispuestos como para construir piezas de un inexistente rompecabezas. Resultan, acaso, trozos de lo imprudente, de lo precipitado, pero donde yace la reflexión en su estado más puro, reflexión que es, acaso, el encierro de la verdad, en una manera muy personal de construir segmentos ávidos de todas las formas del conocimiento espiritual, especie de poética de la moralidad en tiempos de desmemoria de esa cualidad solo inherente al ser humano. No encontramos en estos aforismos retórica, pero sí cierta antipoesía zumbona interrumpida por incorporaciones enfáticas donde reinan el pensamiento abstracto conjugado con la encarnación de lo más espiritual del ser humano. Sin afán de epatar, ahora nace y renace un nuevo lenguaje acaso porvenirista, cargado de cosmovisiones y proyecciones afines que se han tornado potencialmente creadoras de un tipo de cultura reflexiva que ata y desata los nudos de la imaginación desde la raíz de lo ético. Por otra parte, el elemento aleatorio, una fragmentariedad nacida de una segregación de ideas que denotan y connotan que aporta imágenes ambiguas, por momentos inaprehensibles, pero cuajadas de sentido, porque se impone, por sobre toda otra voluntad, la de reconstruirlas.
En estos aforismos, bien titulados Mitología del extremo, subyacen enraizados verdaderos poemas y ensayos que podrían, en su momento, ampliarse a los espacios propios de esas dimensiones genéricas para dejar constancia de la gravidez de los conceptos, de esos verdaderos puntos del reverso que albergan la iconoclastia de sus ideas.
El laberinto ante mí, si no fuera cosa cierta, parecería acaso una imaginación más del poeta-pintor Jesús Lara Sotelo. ¿Quién cabalga sobre él? ¿Quién lleva las bridas en este toma y daca que es la creación cuando se desdobla en tan múltiples facetas? Son preguntas que tienen respuesta, pero ahora solo me he detenido en su obra literaria recogida en un título tan exacto como legítimo, espacio de tiempo donde confluyen mudanzas y memorias, propuestas plagadas, a su vez de esencias. Acaso como Michel de Montaigne, su divisa podría ser también: «¿Qué sé yo?», con la diferencia de que en Jesús Lara Sotelo los caminos están trazados. De Lucrecio es la frase:
Via qua munita fidei
próxima fert humanum in pectus, templaque mentis.
Son los caminos por los que la luz del conocimiento penetra
en el ala del hombre, en el santuario de su inteligencia.
Creo que El laberinto ante mí transita por esos caminos de lo encontrado o de lo no encontrado, pero que puede hallarse a la vuelta de la esquina porque es un libro que carece de vacío creador, pleno, como está, de conmociones alucinantes, de sensaciones de extrañezas, en una distancia infinita que, sin embargo, se toca con las manos para encontrar relámpagos de conmovedores misterios.
Jesús Lara Sotelo, con esta antología, nos provee de una lírica mermada de retórica y tan auténtica como sus propias raíces.
La Habana, junio de 2016