En los cuadros de Jesús Lara Sotelo uno vislumbra, sin mucho esfuerzo, el signo de la diferencia, de la novedad. Sus representaciones emergen como un aliciente, un respiro frente a los convencionalismos y las imitaciones que abundan hoy dentro de la manifestación. Es un artista joven, autodidacta, que apenas lleva una década dedicado a este tipo de pintura; sin embargo, sus presupuestos estéticos y conceptuales serán capaces de impugnar cualquier actitud esquiva en torno a la vigencia del paisaje, cualquier intento de querer apartarlo de los sentidos renovadores del arte cubano actual.
Descubrí su obra durante uno de mis recorridos habituales por la galería La Acacia, institución que además de dedicarse a promover figuras consagradas de la plástica cubana (desde la modernidad hasta nuestros días), ha concentrado sus esfuerzos de las últimas dos décadas en la legitimación de artistas vinculados al género. En aquella oportunidad había unos veinticinco o treinta cuadros colgados en la pared, formando parte de una muestra colectiva en la que estaban presentes figuras paradigmáticas de la Academia, paisajistas en activo con una reputación bastante consolidada y creadores recién llegados a la escena pública.
Entre las imágenes que ellos exhibían, el cuadro de Lara saltaba a la vista por la originalidad del contexto que representaba, la expresividad y el desenfado de su tratamiento; no era una pieza más dentro del conjunto, era un gesto más bien perturbador que forzaba toda la complacencia y la serenidad imperantes en la galería. Se trataba del primer plano de un paisaje interior, de un rincón quizás inaccesible, misterioso, donde el follaje crecía al libre albedrío y se entremezclaban caprichosamente las ramas de los árboles, sugiriendo un sinnúmero de ilusiones ópticas.

A los pocos días de haber experimentado ese provechoso contacto con la obra de Sotelo, tuve la oportunidad de visitar su estudio en la calle San Lázaro. Allí fue donde me percaté entonces de que todas aquellas particularidades de su producción artística, que había alcanzado a reconocer sin contratiempos en la percepción de un solo cuadro -multiplicadas, e incluso perfeccionadas en otras telas de mediano y gran formato que colmaban el espacio- constituían precisamente los motivos que podrán conectarlo con la tradición paisajística cubana, en una articulación de reverencia y forcejeo, de continuidad y ruptura.
En primera instancia, Lara prescinde del emplazamiento panorámico -a mi juicio ya viciado- en el que se colocan la mayoría de los paisajistas cubanos: no le interesa hacer énfasis en la representación abierta de un valle, de un conglomerado de mogotes, exaltar la majestuosidad de los campos cubanos o la suntuosidad de nuestros mares y costas. Prefiere adentrarse en la espesura, captarla desde sus ángulos más reservados, sobrecogedores, plasmar la sensación de acecho, de refugio o de confinamiento que puede haber en cualquiera de estos sitios. No en balde, la mayoría de sus composiciones describen casi siempre el mismo recorrido visual de abajo hacia arriba, o sea, del suelo terroso, enmarañado de raíces, hasta el cielo abierto, despejado…
El despliegue de un dibujo extremadamente sintético, de una pincelada suelta, espontánea, que a veces da la ilusión de querer pactar con lo abstracto, y el uso de una combinación equilibrada de azules, verdes y sepias, hacen todavía más conmovedores los contrastes. Aunque estos parecen ser solo rastros, impresiones de un ambiente natural que el artista pudo haber asimilado en un período específico de su vida y que ahora recrea a su antojo y hasta fricciona, aportándole nuevas alegorías personales.
Al preguntarle cómo había arribado a la noción del entorno observado desde abajo, de la mirada que pretende escurrirse hacia el cielo a través de la tupida vegetación, Sotelo me confesó que fue como resultado de una encrucijada en la que cayó hace algunos años como artista, una etapa un tanto opresiva en la que buscaba con denuedo su lugar en la creación y que decidió plasmar simbólicamente por medio del lienzo. No obstante, esta disyuntiva parece haber marcado de manera definitoria su producción, pues al sobrepasar esas elementales fascinaciones de lo natural, esos estallidos de lo silvestre, uno comienza a descubrir en sus obras otros esbozos no menos sugestivos de personas, animales y objetos, imagineros que no solo se solapan en la condición agreste del monte, sino que forman parte indisoluble de él.
Casi sin darnos cuenta, el paisaje comienza a perder su soledumbre y a poblarse de espectros, alucinaciones. Asistimos a la concepción de un método artístico que supera el mero ejercicio estético, para erigirse en descarga, en vehículo liberador de los desasosiegos del artista, de sus estados de ánimo.
Ya una vez afirmaba en otro artículo sobre el tema del paisaje que el camino que deberán tomar los creadores para imbuirse de nuevas propuestas, para vibrar en la “cuerda” de la plástica cubana actual -en la que los conceptos continúan teniendo un papel protagónico- deberá ser aquel en el que lograran apartarse al fin del regodeo, en el que disuadieran de la actitud contemplativa, exteriorizaran un poco más la huella de lo humano y sus efectos mediadores.
Justamente los entornos de Lara Sotelo llevan a una máxima expresión este cometido, acortan la distancia entre el objeto de la representación y el sujeto omnisciente, favoreciendo sus puntos de confabulación, existen -como ya otros críticos también han reconocido- tanto en lo corpóreo como en lo anémico. Pero a pesar de la anfibología de espacios -en los que pienso que el artista deberá velar el excesivo protagonismo de lo metafísico-, no hay quien diga que sus paisajes no transpiran el espíritu de lo insular, el esplendor, el enigma -y por qué no, también la levedad- de esa naturaleza atípica que nos acoge.