(PRIMERA PARTE)
Yo no soy un hombre, soy un campo de batalla.
Friedrich Nietzsche
La intensa cultura no entibia a los visionarios:
su vida entera es una fe en acción.
José Ingenieros
El mundo está protagonizando su propio relato de ciencia ficción. Un enemigo invisible ha alterado el orden. Nadie queda exento de este castillo de naipes que se vino abajo y solo ha dejado un confinamiento físico pocas veces experimentado en la historia.
Se vive una soledad que no es la que se le adjudica al hombre contemporáneo dentro de la gran multitud. Es una soledad distinta, que echa a andar un motor de preocupaciones enfocadas básicamente en el destino (incierto) del ser humano. Pero, ¿qué viene después de esa necesidad de sobrevivir a todos los fenómenos “exteriores” a nosotros mismos? ¿Qué hay después de la avalancha tecnológica y el acelerado proceso de globalización que tienen un efecto desintegrador sobre la identidad personal? ¿El arte arrojará o ha arrojado respuestas?
Artistas del mundo entero declaran la necesidad de que el hombre deba familiarizarse con todo lo que es intrínseco a él. Se ha eliminado forzosamente el movimiento hacia la proximidad, el estar juntos, lo universal y participativo. El aislamiento ha conducido, necesariamente, a la búsqueda de la particularidad personal y la singularidad del Arte moderno. Como un giro hacia dentro, que desintegra la idea de un yo global y corta las ataduras con todo lo que nos rodea para alcanzarnos a nosotros mismos. Esta idea que hoy se ha puesto en marcha (o al menos así lo han dispuesto las circunstancias) parece encaminada a conquistar la esencia misma del proceso vital.
Dentro de este peculiar retorno a la semilla, surge la interrogante de si es necesario tocar fondo para que el artista se refugie en su interior y gire hacia la espiritualidad humana como un asunto de primer orden. No sería la primera vez en la historia que esto sucede. La crisis externa genera una crisis también interna de desesperación, ansiedad, temor, ataques de pánico, y no siempre los artistas, ocupados algunos en responder a intereses mediáticos y comerciales, han madurado a tiempo para ahondar y resolver desde el arte las zonas más oscuras y sensibles del hombre, lo que en la actualidad resulta paradójico. ¿Es esto lo que significa crear en condiciones de contemporaneidad?
Jesús Lara Sotelo (La Habana, 1972) irrumpe en este contexto en calidad de visionario. La afirmación podría parecer demasiado categórica, pero baste adentrarse en su trabajo durante 30 años de carrera artística para comprender que, consciente o no de esta singularidad, Lara se anticipa a hechos de la realidad, o mejor, la explora con visión futurista, ora de un realismo crudo y lúcido, ora de un ambiguo misticismo que busca al Ser en su capacidad de piedad o rebelión en lugar de un dios externo. En medio de la pandemia del nuevo coronavirus que hoy flagela a la humanidad, numerosos poemas, cuadros e instalaciones del creador hablan de nuevos órdenes mundiales, del confinamiento espiritual más que físico, del colapso de los sistemas, del destino agónico de la civilización y de la posibilidad precaria de salvación.
En conversaciones y algunas entrevistas concedidas por el autor, este asegura que desde muy temprano lo animó la búsqueda de la esencia humana, su complicada urdimbre de luces y sombras, sus paradojas, el camino de la salvación. Al principio fueron simples percepciones de la realidad, pero con el tiempo se convirtieron en ideas (¿obsesiones?) que poco a poco, tramo a tramo, han venido conformando su visión definitiva como artista.
Ningún proceso de maduración artística está libre de traumas, fracasos y otros avatares. Lara no será la excepción. Su obra pictórica y literaria es reflejo de anticipadas preocupaciones no siempre conscientes, pero que a fuerza de trabajo y consagración le dieron la unidad conceptual que hoy la caracteriza en su conjunto. En cuadros como Hombres en la cueva (1989) y Arthur Rimbaud frente a un espejo (1991), o en poemarios como ¿Quién eres tú, God de Magod? (1991), Paradoja capítulo al éxtasis (1994) y otros que vendrán después, casi en cascada ininterrumpida, se manifiesta un agudo sentido de la previsión, del augurio, con aires de chamanismo moderno. En la primera pieza, por ejemplo, varios hombres representados por planos que se fragmentan en formas desiguales hacen referencia al aislamiento y a la desesperación en un confinamiento sin aparente salida. En la segunda, lo semifigurativo o semiabstracto es un puente para discurrir sobre una variedad de identidades no resueltas o contradictorias.
Basten ambos ejemplos para ilustrar cómo en estos prematuros bosquejos creativos se advierten recursos que se convertirán en constantes del discurso del artista. En primera instancia, la permanente exploración sobre la condición humana. Lara escudriña lo humano, su fragilidad, el dolor, la angustia del existir. Vuelve una y otra vez a preguntarse, cito sus palabras: cuál es la función del hombre en el mundo, si ha entendido tal función, y de qué manera puede convivir con lo que es, y con lo que desea hacer con ese entorno si realmente no es el fabricante de su propia realidad, o si el deseo propio de progresar lo lleva a una escala de mayor aislamiento sin que este sea un aislamiento físico[1]. Por otro lado, están las variables estéticas. Destaca sobremanera la heterogeneidad visual, el desapego a los estilos, la libertad de transitar sin marcajes ni etiquetas, por un mundo absorbente que privilegia la producción de contenidos para el mercado.
Desde este momento iniciático, Lara despunta más como un artista conceptual que como un pintor en formación. Los cuadros van desde la mezcla de arena con pigmentos (Mujer de hielo, 1989) hasta instalaciones compuestas por un marco vacío con cristal sobre el suelo (Tiempo, espacio, movimiento: Kenia, 1989). La voluntad de ahondamiento en la interioridad del ser aflora desde una inclinación conceptualista. Eso significa que la idea es la génesis protagónica, la forma en que ella se exprese será solamente un canal de representación. De ahí el rechazo al ornamento, la síntesis de pensamiento y la variabilidad de medios con los que Lara comienza a desplegar su vocabulario artístico: un lenguaje orgánico que tendrá entre la literatura y las artes plásticas, lugar común o punto de encuentro que quedará atrás para que cada uno siga su camino como lenguajes específicos.
Desde esa multidireccionalidad cognitiva, asoma una capacidad de predecir asuntos relacionados con el destino del hombre y sus más íntimas pulsaciones. Pareciera irreal el alcance y la profundidad de su quehacer creador (que sobrepasa los 50 libros entre publicados e inéditos, y las decenas de exposiciones), teniendo en cuenta que ha sido un artista no reconocido por la red institucional de las Artes Visuales, aunque en la esfera de la literatura ya se vislumbra un creciente interés por su obra.
En el tránsito de los 19 a los 20 años de edad, Sotelo concibe el poemario ¿Quién eres tú, God de Magod? (1991), publicado en 2008 y prologado por el desaparecido crítico de arte, ensayista, narrador y profesor Rufo Caballero Mora (1966-2011). En dicho prólogo este expresaba: Los poemas de Lara anticipan, a nivel personal, una regresión que, años más tarde, llegaría a conocer testimonios electrizantes en el cine, la plástica, la canción. El registro existencial del cuaderno condensa, a nivel síquico, el desajuste que a nivel social había comenzado a padecerse.
Léase el siguiente poema del cuaderno para ilustrar las palabras del reconocido intelectual: (Poner las cosas en orden):
La imperfección humana
no puede resolverse
con píldoras ni terapias.
En realidad, no se resuelve,
pero consigue despertar
algunos sentimientos útiles
como la utopía de poner
las cosas en orden.
Y efectivamente, en medio de la crisis económica de la Cuba de los años noventa, Lara avizoraba una progresión en la manera de concebir al sujeto, desde entenderlo como sustancia inmutable, luego como una construcción social, hasta pensarlo como un ser escindido en un mundo tecnificado y masificado.
Estas búsquedas en las profundidades humanas se intensificaron en la medida en que las formas de organización, las nuevas tecnologías, el acelerado proceso de globalización, etc., han tenido un resultado devastador sobre la identidad personal, lo cual manifestó en la serie de dibujos a carboncillo que realizara a lo largo de esa década, y en especial en piezas como Azotes del cuerpo (1992) y Eslabón encontrado (1992), donde el gesto furioso distorsionaba la figura en líneas encrespadas y una violencia simbólica hacía alusión a perturbaciones emocionales, desequilibrios y una autodestrucción que recordara aquel aforismo del libro Mitología del extremo (escrito en 1991 y prologado también por el crítico Rufo Caballero) que dice: Aspiro al más alto axioma de verdad y destrucción posible, a la reconciliación y desconsuelo del propósito en una nueva dimensión entre los hombres.
La obra literaria de Lara Sotelo, así como su contraparte pictórica, crean una hoja de ruta que huye de lo aparencial explícito y ve donde otros no habían visto. Este hombre, de indagaciones tan tenaces, no escapa de la vida, sino que va hacia ella. Abre nuevos territorios, anuncia futuros que están por venir y nos ofrece la posibilidad de la reorientación simbólica que está en el conocimiento. En el poema Nadie, del libro inédito Paradoja: capítulo al éxtasis (1994) nos dice:
El hombre se extingue (a veces no lo sabe)
y hace su fila para una noche de tazas indigentes.
Lo entiendo, pero no puedo mitigar su desesperación.
Ya he pedido mi dosis de muerte o de impaciencia
y no sería capaz de compartirla con nadie.
Con este poema, Sotelo se presenta como un artista cargado de extrañezas, que presagia un tiempo de ruptura y cambio. Por eso recaen sobre él los miedos de la sociedad a lo novedoso y a lo incierto, y puede llegar a ser incomprendido, puesto que habla en su tiempo desde otro, el que anuncia con la lucidez de un visionario (Gerardo Fulleda León, 1942, dramaturgo, poeta e investigador. Texto sobre el libro Lebensraum, Colección Sur Editores, 2016).
En la pintura de esta época prevalece un interés abstraccionista que se manifiesta en series como Catarsis y otras alucinaciones (1992), Strong emotions (1992), Quien sopla roe (1993) y Al polvo volverás (1994). De lo anterior, vale subrayar una pieza como el díptico Instinto de conservación (Serie Quien sopla roe) en la que el artista pone en crisis las expectativas de vida fundadas en un ilusorio universalismo abstracto. Y aunque pareciera que las piezas transmiten un mensaje de temor y muerte, por las gamas oscuras, los trazos furiosos y violentos que reflejan la desesperación que a nivel social se vivía en la Cuba de fin de milenio, cierto pesimismo suyo no arrastra al hombre por el fango, sino que venera, por débil que sea, la centella que alumbra en el desastre de nuestra condición (Cira Romero, 1946, ensayista, investigadora y Miembro de la Academia Cubana de la Lengua. Texto sobre el libro Lebensraum, Colección Sur Editores, 2016).
Con estas piezas, Lara devela zonas aparentemente inertes por donde emergen nuevas visiones de vida renovadora. Evoca, sugiere y anuncia la posibilidad de vivir otros mundos interiores, y de evadir los reiterados esquemas que la mente impone. Su tratamiento de la abstracción en esta década no fue sino una prefiguración del porvenir, que parte de una reinvención del presente. Porque pocos, como él, tuvieron el arrojo de no encajar en “la vuelta al buen hacer” para alejarse y comprender el sentido de lo que rodea la existencia del hombre y, además, manifestarlo, abriendo la puerta a sitios escondidos bajo el manto de la normalidad.
Ese camino sin direcciones preestablecidas al que hace alusión Omar Godínez (1953, pintor y Miembro de la academia de Bellas Artes rusa. Apuntes sobre la muestra Árbol libre de veneno, 2019) sobre la obra de Sotelo, tiene, a fines de siglo, su máxima expresión, cuando el artista en una vuelta de tuerca, incursiona en el género paisaje. De 1998 a 2008, los paisajes de Lara Sotelo muestran sitios incontaminados con fastuosa vegetación, de follaje, rebelde, tupido y caprichoso, a imagen y reflejo de una carga de energía que remite a lo formativo y originario. Cuadros como Vientral (1998) y A la defensiva (1999) nos confrontan por la composición laberíntica, tormentosa, acaso futurista o surrealista, que desafían el sentido común y transmiten gestos y ademanes en los que todo presente es puesto en crisis. Son paisajes mentales, llenos de advertencias, que parecen hablarnos de tragedias humanas y ulteriores renacimientos.
[1] Palabras del autor en una entrevista que aún permanece inédita. La Habana. Marzo de 2020.