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Hace unos días, mientras leía y anotaba las páginas de Lebensraum, vino a mi mente una idea que vi o entreví en Arnold Wesker. Al parecer, dice Wesker, todas las cosas se cansan de sí mismas, y esto influye en la percepción donde ellas se asientan y perviven. Una cosa es o podría ser el resumen o la suma de las percepciones capaces de configurarla. Que esto sea cierto, quizás nos sobrecoja. Por otra parte, ese cansancio no es, quizás, una forma del pesimismo, sino expresión del sentido común. Hoy día el optimismo está sobrevalorado y se sostiene en supercherías que, a su vez, se rodean de fuegos de artificio. No hay nada peor para el cultivo de la sinceridad, y Lebensraum es un libro sincero, que ejerce cierto tipo de pureza. No nos invita a admirar las simetrías del estilo, que aquí no existen. Más bien nos incita a ver, volver a ver, mirar y descubrir. Parece obvio. Y, sin embargo Jesús Lara realiza un ejercicio que pocos poetas hacen deliberadamente: definir, pese a la falta de nitidez, y pese a las confusiones, el sitio al que pertenece. Contarnos eso. Revelarse. Y, de paso, nos aclara que ese sitio es el suyo. Construido por él. Menos mal que Lara no es un sacerdote metaforizador de la cubanidad, o la identidad nacional, o algo semejante y pasado histriónicamente por las vísceras del sujeto. Su yo transcurre y se dirime en el mundo todo, pero en especial en un mundo cuyos paisajes son más interiores que exteriores.
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¿Qué tipo de espacio vital es ese, de acuerdo con el título, por donde se escurre la máscara y brota la confesión y reviven los recuerdos que dan forma al yo? Cierta vez leí en Platón una idea que después he visto, restaurada y llena de mutaciones, en otros pensadores: una vida que puede someterse a examen es una vida hacedera y vivible. Algo así. O sea, se refiere tal vez a una vida legible, o legibilizada, con los peligros que eso acarrea, porque lo legible es ya algo que se somete al lenguaje. Me refiero a lo inteligible. Sólo podemos vivir en el examen, y el examen es eso: vivir reconociendo cada cosa, cada sensación, cada misterio, cada recuerdo, cada acto y promesa y deseo. Este libro podría definirse así: una suerte de mapa de aquello que anhela ser examinado, pero sin que se despoje de sus interrogaciones.
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Lebensraum convida a observar a un hombre que podemos identificar con Jesús Lara. Sin embargo, esa tentación de claridad y de arribo a la verdad resulta, como siempre, un mero espejismo del deseo. No es que no haya algo o mucho de Lara en este libro. Lo que pasa es que lo que hay de él en las páginas de Lebensraum, y, asimismo, en otros textos suyos, deviene un estado. Básicamente, el yo de Lebensraum es una voz que cuenta, y, a partir de ese contar, va encadenando referencias a esa vida examinable de Platón, al par que enuncia ideas cuyas raíces se hunden en la metáfora. Es decir, se trata de un yo en proceso de arbitraje, un yo irresoluto, deseoso de fijarse, pero sin fronteras. En ese yo hay un hombre impaciente y agredido. En su Apología de Sócrates, Platón hace decir a Sócrates que no vale la pena vivir una vida no examinada. Una vida sin examen no es vida.
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El mar, las islas, la sal oceánica, el dolor, el sexo. ¿Cómo conciliar los elementos de esta breve serie (pongamos por caso) en un libro que no se arrepiente de ser altanero desde la perspectiva del yo que busca diferenciarse? Jesús Lara es una especie de escriba testificador, y esa condición acaso le sirva (y nos sirva) para insuflar unicidad a estas páginas. Un hombre se apodera de las palabras, intenta dibujar su mundo, y al cabo lo que se ve allí, en el dibujo, es un rostro, su rostro. (¿Quién dijo eso? ¿Lezama Lima después de leer al Cocteau de El libro blanco, de donde acaso provienen algunas páginas célebres de Paradiso?) Jesús Lara es un testificador de sí mismo cuando refrenda y acredita el mundo. Es muy sencillo: el mundo vive dentro de cada sujeto. Y, como dicen los físicos desde hace ya algunos años, la mente humana es un correlato de las formas del universo porque el universo es eso mismo: una mente. Lara alude a la sal y sabemos que allí está refiriéndose a la memoria ancestral que se inscribe allí, no en la sal industrial, sino en la sal donde nació la vida. Y también nos habla de sus dolores. Pero es un hombre discreto, aplazador, capaz de preservar el misterio sacramental de los cuerpos durante el sexo. Fíjense ustedes es su aproximación al sexo: habla con un grado de oblicuidad en el que lo perentorio se trastorna y cede su sitio a aquellos referentes que podrían calificar el sexo tan sólo por contigüidad, por inmediación y adherencia mental.
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¿Por qué Lebensraum es un libro sincero? Porque alude una y otra vez al frágil experimento democrático de la poesía: poner la vida en cuestión, en tela de juicio, mientras ocupa un espacio-tiempo finito. Lebensraum es una auto-interrogación testificadora (ya lo dije) y llena de enunciados sobre el entorno. ¿Qué ocurre cuando te interrogas a ti mismo, cuando empiezas a cuestionar tus ideas y suposiciones (sobre todo las que sirven de expresión tácita a tu yo, las que das por sentadas, las que no articulas nunca)? Empiezas a convertirte en una persona distinta. De algún modo esto tiene que ver con la condición finita de la vida del sujeto. Que un escritor dibuje su vida en la hipervigilia, observando su estancia en el mundo, equivale a un reconocimiento gozoso de la finitud. Metáforas de la conciencia de la muerte: los espejos, los insectos repentinos. Y aun así hay deseos, deseos firmes frente a la muerte. Y también hay una enorme ilusión de no finitud, de vida extensible, porque en el mundo hay idolatría, optimismo ciego, dogmas y breves segmentos de felicidad.
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Lebensraum: la gracia de los microrrelatos encadenados por la mera contrastación de sus espacios y sus personajes: la altivez húmeda (llena de una suave ambición carnal, quiero decir) de ciertas mujeres de Modigliani, la orfandad de algunos personajes de Beckett, las explicaciones halladas en Strindberg, la incongruencia aleccionadora de Rimbaud cuando se fuga de la poesía, los vuelos de Chagall, y el acto de creer tan sólo en Dios y en José Martí. A esto se suma el fetiche de un blúmer que se descorre y se guarda, la exploración (alimentarse) del sexo de una mujer, el misterio lascivo de los caracoles, la metáfora de lo solar y lo sangrante en el sexo, o lo que Lara llama “emergencias del alma”, y los faroles y la administración de la justicia humana, o las preguntas sobre el sitio y el destino del yo, las preguntas sobre lo que significa ser negro, y las preguntas acerca de la continuidad del amor, cuando el amor no deja de ser un conjunto de instantes felices del cuerpo y el espíritu. Lebensraum puede describirse así. Un movimiento centrípeto.
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En nuestra época hay enormes y alarmantes concentraciones de poder que no se hacen responsables ante los sujetos, y entonces vienen los poetas y asumen, de diversos modos, esa responsabilidad. La responsabilidad de expandir la vida y transformarla. Jesús Lara introduce un elemento de complicidad con el ensanchamiento y lo efusivo, como si anhelara ratificar, o ratificarse, dentro de una suerte de auto-representación. Lebensraum nos habla, confluyentemente, de un absoluto diario: la eventual certidumbre de ser y existir, en fragmentos. Quizás no debería aludir a la fragmentación, pues resulta obvio (convenciones aparte) que la poesía y la vida replican la descomposición de lo real justo en lo discontinuo. Me refiero más bien a un rasgo de poética en Lebensraum y el resto de los libros de Lara: la preferencia por el valor simbólico de lo intermitente y lo entrecortado, sin que el instante pierda su intensidad.
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Jesús Lara quiere un espacio para vivir lejos de las ruinas. De ahí que emplace su yo en diversas emulsiones. Emulsiones de vivencias culturales (entre el memorial y lo aforístico) donde caben, por ejemplo, la pintura de Basquiat, alguna película de Carlos Saura, los circos, la música de Keith Jarret, las ninfeas de Monet (junto a las cuales uno podría sumergirse), los cuadros de Georges Braque y Frida Khalo, el contorno de los elefantes en el mar, los libros de Hemingway, la extrañeza del color en Paul Klee, y una severa declaración como esta: Soy un pintor negro que ha aprendido a combinar colores en plena calle, en una esquina de Cayo Hueso. O esta otra, donde Lebensraum acaso podría concentrarse: Mis ancestros creían en cosas humildes y veneraban el trueno y la semilla. No es un sentimiento de víctima el que me ha traído hasta aquí, sino la historia. La extraña historia de un hombre que antes fue un árbol.
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Lebensraum es como un cuaderno de anotaciones, un libro de cuentas donde hay un debe y un haber, una columna de cosas que entran y otra de cosas que salen, más columnas donde esas cosas (sentimientos, pesadillas, frases resonantes, recuerdos, noticias, meros apuntes donde el lenguaje se rebela) no sólo se depositan y establecen, sino que consiguen merecer el fluir de las apostillas, las glosas, el gotear indetenible de la anotación rápida que negocia su accesibilidad, su limpidez, cuando la metáfora florece. Lebensraum reverencia el detalle y se sostiene en ellos: el cuerpo transgredido, la limpidez del espacio, la humillación, las malquerencias, la libertad, la envidia, la protección del yo, la salvación por medio del arte (y del arte mismo), las trampas del perdón, la importancia (mayor o menor) del sexo, el regreso a lo más difícil y luminoso de la niñez, la flaqueza del cuerpo, el miedo al fracaso o la indiferencia, la irrealidad de las máscaras. Sin embargo, la virtud de estas páginas de Lara se halla en la fuerza de los goznes del políptico. Lara vive, como poeta, en esas bisagras, en esos guiones que conectan una y otra vez la totalidad de los detalles (y los gestos y los actos diminutos) con la totalidad del mundo al que ellos retornan.
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Quisiera decir, por último, que este libro formula una ansiedad, un desasosiego vital. En definitiva no trae verdades, sino percepciones. En ese sentido, su ansiedad es ética. Al final, si sientes que te has absuelto de modo honorable y hasta con cierto grado de radicalidad, de pronto allí aparece algo que no se articula bien con la eticidad. Ese es uno de los ejes importantes (si no el más importante) que atraviesa los textos de Jesús Lara: no saber cómo dar por zanjado el laborioso asunto del sujeto con su crecimiento frente a los demás. No saberlo porque en los demás están el yo, su materia reintegrable, y el sentido de nacer y de vivir dentro y fuera del lenguaje, arriesgadamente en la aventura, con el alma por fuera.