Prólogo al poemario ¿Quién eres tú, God de Magod? de Jesús Lara Sotelo, del desaparecido crítico de arte, narrador y profesor cubano Rufo Caballero Mora
La publicación del poemario ¿Quién eres tú, God de Magod?, de Jesús Lara, debe verse, primero que todo, como una prueba de honestidad intelectual. Jesús escribió ¿Quién eres tú…? cuando rondaba los veinte años, edad peligrosa. Son esos los años de mayor violencia en la vida interior del hombre: sientes que desacreditas el mundo, o el mundo te devora a ti. Mucho más en el caso de Lara, quien por ese tiempo se daba a un abismo lujurioso, como escaso y único modo de burlar el repliegue de una sensibilidad que no hallaba lugar entre los suyos.
Mil veces hemos escuchado esa historia: el artista, a fuerza de distancia y de necesidad del mundo (a un tiempo), se entrega lo mismo al alcohol que a las mujeres, a las drogas que a los hombres; a la errancia, en suma. La bohemia de comienzos del XX en los cafés parisinos no hubiera podido teñir su gracia sin ese ademán de retiro y de prescindencia, de hundimiento lúcido. Pero raramente el descendimiento sucede en fechas tan tempranas como a los diecinueve o los veinte años. Más bien el hombre vive acomodando la tristeza, y serán los treinta, o sobre todo los cuarenta, los que lo aboquen a la decepción de que no hay salida: la vida transcurre, transcurrió, la juventud se perdió, y no llegó nunca el sosiego. Aquí aparecen entonces los paliativos, las ayudas de fantasmas, los alcohólicos anónimos, las terapias: los primeros auxilios ante la evidencia de que no hay retorno. ¿Por qué la edición de ¿Quién eres tú…? representa un hecho tan peculiar? Lara ha tenido el coraje de no olvidar lo que todos solemos olvidar. El olvido es más importante que la memoria: si la memoria garantiza la Historia, el olvido garantiza la vida. ¿Qué sería de una vida sin olvido?
El olvido es la posibilidad del acomodo, de la coartada, de la licencia. El olvido es la opción de la supervivencia. Sobrevivimos porque olvidamos, porque decantamos, porque aprendemos de los errores, porque no perseveramos en las dudas —o porque surgen otras, que tienen ya otra quietud. De alguna manera, todos escribimos mordaces y aterradores poemas a los veinte años. Pero justo para continuar, los olvidamos, nos censuramos, los encomendamos al aprendizaje que quedó en el camino. Lara no. Lara tiene el arrojo de sacarlos al mundo y de decirnos: «Puedo todavía mirarme sin vergüenza». Lara es un temerario. No teme a nada: ni a sí mismo, ni al tiempo, ni a la censura. Ofrece al mundo los poemas de sus veinte años, y sigue descubriendo en ellos una aterradora belleza. Tiene razón. ¿Quién eres tú, God de Magod? posee el arrobo de una belleza que no ha aprendido moldes ni tatuajes para la expresión. Existe como fuerza bruta, como raudal de sentimientos azorados frente al mundo.
Este poemario fue escrito cuando no existían prevenciones, contenciones, ataduras. Escrito fue como un torrente, como un caudal de experiencias inconclusas, cuyo carácter trunco, brusco, bruto, nos es ahora entregado, sin miramientos, sin recelos. Sin culpa. Por eso el volumen significa, ante todo, un gesto de valentía tremenda, venido de alguien que, desintoxicado, tiene el valor y el gusto de mirar su pasado como ese joven terrorista, ansioso, sensitivo, que anotaba en su mente y en su cuerpo cada experiencia de vida.
El poemario no esconde su cúmulo de reverencias: Martí, Rimbaud, Bukowski. Estos versos tienen el aliento de la poesía modernista; posiblemente sean un temprano homenaje o un guiño de alguien para quien el henchimiento de los poetas modernistas era sagrado. El autor escribe como quien tiene conciencia de que funda un lenguaje, de que abre un mundo en lugar de reproducirlo. Los temas pujan con intensidad por sobre la textura de la frase: la figura del seductor seducido; lo insaciable del deseo, lo mismo en el sujeto deseante que en el sujeto-objeto de la pasión; la mordaza y el diálogo punzante con la soledad; la liberadora idea del suicidio, entendido como salto; el debate en torno a las poéticas de la escritura; lo escatológico como dador de una extraña fuerza lírica; la ironía con la ebriedad de cultura. Pero el peso del estilo sobre los temas es total.
Se siente el peso de la palabra, el sonido de las sílabas, la arquitectura de la construcción, la sinuosidad de la sintaxis —«Porque ya sapiencia de mis artes soy: Ahora vete»—, casi más que la constancia del sentido. Es una poesía enardecida por el tesón del lenguaje, por la ternura del descubrimiento del mundo cultural, de las posibilidades de la palabra cuando intenta referir el mundo. Aunque todos los poemas parten de una profunda vivencia, el autor no logra ni quiere ocultar la producción de las palabras, el soplo de la literatura.
Siendo, como lo son, poemas viscerales, la emoción depende más del artefacto literario mismo. Por eso es una poesía densa, autosuficiente; casi autónoma, se diría. De otro lado, siendo muy figurativa, evocativa de sucesos y condiciones concretas, resulta abstracta en el protagonismo de los sentimientos, las percepciones, las sensaciones. Es una poesía barroca, como escrita en estado de trance, bajo el dictamen irrefrenable del delirio o del automatismo síquico. Su naturaleza rizomática, coruscante, ensortijada, encrespada siempre, que busca estados límites, de la conciencia y del cuerpo, de la experiencia y de la imaginación, recuerda por momentos la producción contracultural de los jóvenes estadounidenses que escribían o cantaban bajo los efectos del LSD. Si algo le falta a esta poesía es paz, serenidad. Vive, como su autor, en estado de zozobra permanente, no descansa nunca. Y no podía ser de otro modo: veinte años son veinte años.
El libro transita de la alegría de vivir, del solaz de la seducción y el vigor de una vida sentida a galope, hacia los estertores de una existencia al borde mismo de la muerte. Los versos se van cargando de negrura, de decepción, en una especie de retablo teratológico: «los padecimientos llegan a su clímax, es el Siniestro», «el espeluznante pudridero», «He devorado un portentoso trozo de carroña», «Llevando en galas la cabeza bajo el brazo», «El fin del fin ha llegado». Posiblemente, el poema-centro de todo el cuaderno sea ¨Nobles intenciones¨, donde un 13 de septiembre, día de su cumpleaños, el joven poeta se fuga del sanatorio, para regalarse la mejor ilusión: el fin del fin. Nos dice: «…se acaba la vida/es hora, onomástico/Del tifón abrasador, es hora, al vuelo me lanzo». No es otra la celebración. El gran valor documental de este poemario alcanza a referir el descentramiento y la desolación del sujeto cubano joven a comienzos de los años noventa, justo cuando el país entraba en un periodo devastador. Los poemas de Lara anticipan, a nivel personal, una regresión que, años más tarde, llegaría a conocer testimonios electrizantes en el cine, la plástica, la canción.
El registro existencial del cuaderno condensa, a nivel síquico, el desajuste que a nivel social había comenzado a padecerse. Ni siquiera el poema más etéreo y más voluble puede llegar a ser un gesto desasido, un hecho absolutamente desvinculado de un devenir colectivo. En ese sentido, el repliegue de Lara puede entenderse, también, como un dato, como un índice.
Lo maravilloso está en que, otros quince años transcurridos, y con algo de aplomo ganado luego de los tropeles y las fugas, Lara no tiene el menor reparo en degustar, junto a sus lectores, esta poesía del crecimiento, esta mirada que, a fuerza de denunciar todas las contaminaciones, evidencia su misma incontaminación y su pureza. Suele ocurrir que, con los años, el poeta se cure de todos los espantos; casi aprende que mejor es refugiarse en los pequeños placeres —única guarida— antes que seguir desbarrando sobre un mundo que no se corrige nunca. Ya desde otro tono, al editar ¿Quién eres tú…?, su autor nos dice que no hay que perder la capacidad de asombro bajo ninguna circunstancia, ni siquiera en la adultez o la madurez, que llegan a reportar cordura al precio de regular la locura. Desde la cordura, Lara revisa sus días de tormento y encuentra, comparte con nosotros, la belleza del sobresalto. Aprendió que, de continuar entregado al borde siempre, no estuviera vivo hoy; pero ahora que lo está, echa de menos, extraña, aquellos días en que no había un minuto de capitulación, y la batalla con el mundo —lo mismo desde el poema que desde el cuerpo— no dejaba un segundo al reposo.
Lara comienza a conocer hoy ese otro erotismo que no tiene que ver ya con la cabalgadura impertinente en pos del orgasmo, sino con el descubrimiento de las mil sutilezas de la mente que se expresan en el recorrido del cuerpo. Así es. Pero, caramba, aparecen entonces las paradojas de la vida: para un poeta, no hay acabamiento nunca, ni paz definitiva. Aquellos días se le aparecen como un reino envidiable, que es preciso atesorar. Pasados los años, fue sabio el poeta cuando supo que no se puede volver a ese mundo sellado, tanto como resulta preciso atesorarlo en la memoria, para que no se escape de un todo. Por eso se publica hoy, con denuedo y confianza, ¿Quién eres tú…? Todos fuimos Rimbaud, pero, a diferencia de los que perdimos para siempre la inocencia y la irreverencia de la juventud, Lara, de alguna forma, lo sigue siendo. Rimbaud vive en Lara todavía. Mientras los demás olvidamos, Lara reconstruye la memoria de sus versos. Tal vez por lo mismo sea el mejor de nosotros, el menos vulnerable, aquel a quien el tiempo no ha vencido.

Portada del poemario ¿Quién eres tú, God de Magod?, en su reedición del año 2018, para la Suite Lebensraum
Abril y 2008
Rufo Caballero Mora