por: Jesús David Curbelo
No es usual que dos poetas decidan unir sus textos en un solo libro para que el lector los pueda juzgar de conjunto. Menos, todavía, que uno de ellos sea una de las voces más jerarquizadas de una literatura y el otro un artista mejor conocido por su desempeño en un campo en el que la poesía no se hace exactamente con palabras, pero resulte más bien poco difundido su ejercicio lírico, a pesar de tener numerosos títulos publicados tanto en su país como en el extranjero.
¿A qué estrategia(s) obedece, entonces, este gesto intelectual? Las posibles respuestas a esa pregunta arrojarían bastante luz sobre el planteamiento conceptual de un volumen que va más allá del mero capricho autoral o del espaldarazo que Lina de Feria pudiera darle a Jesús Lara Sotelo al conformar un dúo. Y lo destaco porque, sin duda, estos dos creadores conscientes de la relevancia de pensar el arte para que el receptor repiense sobre sus esbozos iniciales, y puedan juntos arribar a un diálogo enriquecedor y polisémico que arrastre a su vórtice lo íntimo y lo externo, lo terrenal y lo divino, saben que ninguna propuesta es inocente y que al armar esta convergencia asumen un riesgo similar al de una pareja de amantes: querer fraguar en uno lo que de por sí son entidades distintas a las que el efímero encontronazo de la cópula no les alivia la angustia de la escisión.
Esta cópula, desde luego, es menos efímera en tanto los poemas quedan, machihembrados, en forma de libro, pero igual los protagonistas intentan reforzar el todo mediante otro expediente de «amantes»: probar a entender(se) y explicar(se) al otro mediante sendos pórticos donde refieren lo que han leído e intuido en la praxis artística del cómplice. Lina, indagando en el universo multidisciplinario de Lara como artífice de la plástica; Lara, en el universo poético de Lina a través de observaciones muy pictóricas. No obstante, aquí lo importante no son las explicaciones, sino la angustia de la escisión, porque esta es la que conduce, a la postre, a necesitar un complemento, una mitad perdida que tal vez no exista, pero es necesaria para dar el siguiente paso en la neblina del conocimiento.
Y allí quizá hallemos una primera respuesta: este es un poemario a dos manos sobre el conocimiento del mundo, de los diversos sí mismos que habitan en cada uno, del otro y de los otros que pueblan a ese otro. Este es un libro sobre los seres que son esos sujetos líricos que encarnan a Lina de Feria y a Jesús Lara Sotelo; hablantes poemáticos que escrudiñan en lo humano, en su fragilidad ante la vorágine de la historia, la política, la ideología, la religión, la familia, el amor (y todos los plurales que estos sustantivos admitan). Este es un libro sobre la angustia de existir, es decir, sobre la angustia de conocer el ahora, el efímero instante de la cópula con el Ser, y verse castigado a reinventar, a ficcionalizar el pasado una vez que la emoción precisa ser ¨revivida¨ para convertirse en poema, y a tantear el futuro no con la estentórea voz del profeta tan cara a todo tipo de románticos (ya sean los consabidos Blake y Hugo, u otros de nuevo cuño como Darío, Whitman o Neruda) sino con la impotencia del descifrador, del alquimista torpe que recompone en vano pedazos que no encajan, como aprendimos de Baudelaire, Rimbaud o Celan.
Y por eso este es un libro sobre el crecimiento, visto sin falta a través del dolor, del duro aprendizaje que va de la infancia a la senectud y a la muerte, y que se articula a partir de retazos: vivencias «reales», lecturas vivenciales, experimentos y muchos fracasos en todos los frentes. En especial en el de pretender domesticar al lenguaje para que sirva de continente a unas visiones siempre más ricas antes de ser convertidas en versos, siempre mejor entendidas por los lectores que vendrán, siempre dejando de pertenecer a quien primero las entrevió para convertirse en patrimonio colectivo, siempre escindiéndose con el anhelo de volverse, alguna vez, a reunir. Porque, en verdad, este es un libro en el que lo medular no son los poetas ni los poemas sino la poesía. Sin embargo, sería razonable dilucidar las partes para buscar el todo y hablar un poco de los poetas, de los poemas y de cómo se modulan para integrarse a esta acción dual y son modulados por ella en el precario equilibrio de la unidad.
Lina de Feria ha descollado por su obstinada —y lúcida— resistencia a los moldes consustanciales al coloquialismo, que fuera la conditio sine qua non para juzgar la validez de la poesía en muchos de sus coetáneos, y que pudieran resumirse en el empleo de lo anecdótico, lo explícito y el humor irónico como únicas vías posibles para abordar la realidad. Desde su primer cuaderno, Casa que no existía, Lina se aparta de ellos (no así de las ganancias del tono conversacional tan arraigado en la lírica cubana, al que nunca ha renunciado por completo) y opta por una escritura cercana al flujo automático de conciencia, a veces de ardua intelección, colmada de recursos tropológicos intrincados que, en un momento inicial, simulan una actitud hermética. Sin embargo, una lectura cuidadosa nos revela su voluntad de ahondamiento en las interioridades del ser desde la perspectiva de la angustia, de la búsqueda agónica de una identidad enriquecida por y enriquecedora de la experiencia espiritual que nace del crecimiento a través del dolor. Según la crítica, su obra posee tres zonas fundamentales: una conceptual, filosófica, otra surrealizante, y una tercera más próxima a lo cotidiano y a lo autobiográfico. Es, asimismo, profundamente metafórica y monológica, otros dos aspectos que la separan del coloquialismo, por lo general metonímico y con vocación por el dialogismo.
Sus poemarios posteriores así lo confirman. Desde el segundo de ellos, A mansalva de los años, un libro de libros, una compilación de lo escrito en alrededor de cuatro lustros de exilio interior que la autora sufriera gracias a los vaivenes de la política cultural cubana de la época, se acentúa una vocación de intervención social que en Casa que no existía era apenas insinuada. En El ojo milenario, después, se intensifica la búsqueda metafísica, a veces cósmica. En El libro de los equívocos, se exterioriza la intertextualidad. En Absolución del amor, la reconstrucción de la pasión, el regodeo en lo erótico. En Ante la pérdida del safari a la jungla, la reflexión espiritual, existencial e histórica; la aparición de referencias al universo familiar; la clarificación del lenguaje.
Ahora, ¨Extraña rosa¨ hace gala de todas esas conquistas, de esas capas sucesivas, de esos retazos que dan testimonio del crecimiento. Aquí reina el poema breve, casi siempre abocado a pensar el mundo, la sociedad, a dejar testimonio de una época no desde el dato o el eslogan de los mass media sino desde la desgarradura que, en el espíritu, van dejando los avatares civilizatorios. ¨Retroversión¨ sería quizá el mejor ejemplo de esta vertiente, como lo sería ¨Amago¨ de la pesquisa filosófica en que se sumerge el sujeto lírico en pos de las fuentes originales del caos y la destrucción. Y esas, creo, constituyen las dos líneas centrales de la muestra: filosofía y civismo en un lenguaje mesurado y firme que apela a la síntesis y a la connotación como escalpelos para intervenir en la realidad.
Filosofía y civismo son también las principales claves de ¨La noche del árbol quemado¨ de Jesús Lara Sotelo. En este, el autor ha utilizado otro expediente compositivo: autoantologarse, vestir las que pudieran ser sus mejores galas para afrontar el privilegio pero, igualmente, el inmenso peligro que significa publicar con Lina de Feria. Vemos cómo nos propone un viaje diacrónico por algunos de los momentos esenciales de su producción lírica que alcanza una respetable cifra entre inéditos y libros publicados. Aunque, claro, la cifra, en sí misma, no importa; lo de veras relevante es el pensamiento, el temblor humano trasmisible a los demás, el acabado artístico de un lenguaje que no desdeña la violencia, en el que el exabrupto convive con la exquisitez y la referencia cultural (literaria, pictórica, musical, danzaria) se da la mano con la política y la histórica para sostener el frágil equilibrio del poema.
Porque de eso se trata, insisto. De precarios equilibrios. De un paso detrás del otro por la cuerda floja del arte mirando, pensando, descifrando, proponiendo otras lecturas, ya sea con cuadros, fotos, esculturas, instalaciones, performances, videos, poemas en verso o en prosa, aforismos. Siempre en gerundio, porque la atención es perpetua y la curiosidad insaciable y renovada. Lara, lo mismo que Lina pero por motivos disímiles, ha sido un marginal, alguien que llegó a la palestra literaria cubana (y me encanta ese término porque contiene cuanto de agonístico tienen la vida literaria y sus en ocasiones abstrusos procesos de conformación) a contracorriente de modas, generaciones, grupos y tendencias, y que a pesar de los acercamientos críticos de voces tan respetables como la de Rufo Caballero o Virgilio López Lemus, no puede afirmarse que sea eso que la fauna del ambiente llama ¨un poeta reconocido¨.
He ahí otro detalle que les hermana (aparte de la visible presencia en la poesía de Lara de lo filosófico, lo surrealizante, lo cotidiano, lo autobiográfico, lo metafórico y lo monológico): la marginación. Y no hablo de aquella marginación primigenia que sufren los poetas (los artistas, en general, a quienes no les acoto lo de revolucionarios porque siempre me ha parecido una redundancia: el concepto artista entraña ya los adjetivos revolucionario y subversivo, entre otros) por parte de los filósofos de manera teórica y, por desgracia y sin parar mientes en ideologías o sistemas sociales, por parte de los políticos de manera práctica. No. Hablo de la marginación sicosocial, racial, por un lado, y por el otro de aquella que se aprecia en el desdén del gremio, cuyos miembros siempre están demasiado ocupados en premios, viajes y cenas con editores, agentes (da igual literarios que de inteligencia), obispos, embajadores y ministros; o, por último, en la inopia de esos potenciales lectores que se extravían en el precio del próximo artilugio promovido por la Matrix o en los intríngulis de la vida sexual del reguetonero de turno.
Esas angustias, esos dolores, esas preguntas que no buscan una respuesta exacta sino la apertura hacia nuevas preguntas cada vez más radicales, están en ¨La noche del árbol quemado¨, en textos en los cuales el hablante ahonda en la discriminación, en la duda, en el desafío, en la crueldad darwiniana de la existencia, pero también en el poder redentor del arte como antídoto contra la estupidez y el crimen, como cuerda por la cual seguir caminando en pos del incierto equilibrio de la salvación.
A estas alturas, aspiro a haber propuesto un abanico de respuestas a la interrogante sobre el gesto intelectual de la presente aventura a dos manos. Pero me gustaría recapitular: conocimiento, angustia, crecimiento, dolor, marginalidad, conflicto, reto y, sobre todo, una contumaz esperanza en que la poesía, sea cual fuere la dimensión de las dosis, resulta al menos uno de los pilares sobre los que ensayar la estática milagrosa (el precario equilibrio, otra vez) de la sanación.
La Habana, abril de 2016